martes, 21 de octubre de 2008

El viaje de las cosas

A veces, cuando regresamos de un largo viaje todo nos ha parecido un sueño. De las innumerables experiencias vividas guardamos gratos recuerdos, y aunque en nada hayamos cambiado por fuera, podemos decir “yo estuve allí”.
Si las cosas cotidianas que nos rodean pudieran hablar, sin duda también contarían a las compañeras sus experiencias.

-Estuve cuatro días en Viena, y es precioso chica
-¡Yo me pasé todo el viaje en la bodega del avión!
-Estoy tan cansado… he estado en lugares preciosos

Son los comentarios que se oyen en lo más profundo del oscuro armario, donde las prendas que se han ido de viaje con nosotros describen sus experiencias a sus hermanas. Porque en ocasiones, cuando tiramos esas viejas botas o ese pantalón, no nos damos cuenta de que ellos también son cosas de mundo, como un puñado de ilustrados con afán de aprender nos han ido acompañado a través de los lugares del mundo, impregnándose de ellos, gastándose, adquiriendo colores jamás vistos en otros sitios, por la influencia de aquellas luces, de aquel sol, dejando sus pequeñas partículas, que también son las nuestras, en ellos.

Pero si prestamos atención, podemos escuchar a las otras cosas, esas que tenemos en casa y que parece que jamás se han movido; podemos soñar con ellas en la cocina, en la habitación, en el garaje… Tras levantarnos tan solo tenemos que coger nuestra taza del desayuno y dejar que nos cuente cómo fue su viaje desde la seca tierra italiana hasta una fábrica donde pasó a ser blanca porcelana, o aquel viejo procesador de ordenador, hecho en otro continente, y que ahora abandonado en un basurero se descompone y transmite su experiencia de otros lugares en el suelo virgen de algún monte de nuestro pueblo, que hasta ahora no había conocido más allá de lo que le contaba alguna semilla traída por el viento. Aquel al que le gusta viajar sabe que en las cosas encuentra a los más grandes viajeros del mundo, ellas en silencio nos acompañan, sin quejarse, dejándose llevar, y cuando nosotros nos deshacemos de ellas, seguirán vagando por el mundo, acaso con otras formas pero con la misma materia, cada vez más rica.
Al pensar en mis rotas zapatillas imagino esas pequeñas manos que las elaboraron, el ruido del viejo camión que las transportó y hasta acierto el olor del mar mezclado con el combustible del inmenso buque que las trajo hasta aquí… ahora comprendo porqué se gastan tan rápido: están cansadas del largo viaje para llegar hasta nosotros.

martes, 7 de octubre de 2008

El jerbo que tenía dos Kikos

-Abuelito abuelito ¡cuéntame una historia!
-Es tarde pequeño mío
-No, venga abuelito ¡no tengo sueño!
-Jajaja está bien. Te contaré la historia del Jerbo que tenía dos Kikos.
-¿Sólo tenía dos kikos, dos maicitos para comer?
-Oh no, no se trata de alimento, el jerbo tenía dos Kikos, dos personas llamadas Kiko.
-Ohhhhhhhh ¡sigue abuelito!

Todo ocurrió hace mucho tiempo, cuando los hombres todavía eran pequeños, tan pequeños que una moneda de las de ahora podía ser usada como escudo, un lápiz podía ser un tronco o una simple cajita de zapatos podía hacer las veces de casa.
Entonces los jerbos eran grandes, los animales más grandes del mundo. Los hombres vivían en sus pequeñas cuevas, que todavía hoy se pueden ver como agujeros en el campo. Los animales no se metían unos con otros, hasta que un día un viejo jerbo que vivía solo, cansado de su vida, decidió romper las normas, esas normas que en ningún sitio estaban escritas, quiso hacer algo nuevo, que nadie hubiera hecho hasta entonces; por eso se le ocurrió capturar a algún humano.
Al poco tiempo de meditar en ello, el jerbo salió al campo y fijó la vista en dos pequeños humanos que estaban sentados en lo alto de una alta planta de trigo. Los observó largo tiempo, y vio que eran iguales (eso era raro, pues nunca había visto a dos hombres iguales), pero esto le llamó más la atención, y sin pensarlo más cogió en sus grandes garras a los dos pequeños y se los llevó a su casa dando grandes saltos.
Pasó el tiempo, casi dos años. Al jerbo siempre le había parecido que aquellos humanos eran tristes, desde el momento en que los encontró, allí sentados, sin decirse nada, y ahora, en su jaula, una gran jaula transparente que él mismo les había construido. Él no recordaba a ningún niño triste ni tan parecido entre sí, pero con el pasar del tiempo fue indagando cosas sobre ellos. ¿Acaso estaban tristes por encontrarse encerrados? No podía ser, pues antes de capturarlos habían estado así. Todas las noches conversaba con los chicos, y a través de estas conversaciones el jerbo supo que se llamaban Kiko, los dos Kikos. Se llamaban así porque al nacer fureron idénticos, tanto en su aspecto como en su comportamiento, ya que si uno lloraba el otro también, y si el otro reía el uno hacía lo mismo, y se querían muchísimo, por esto sus padres, que nunca podían diferenciarlos, les trataron como uno solo y llamaron a los dos Kiko. Al crecer, ambos eran inseparables, se necesitaban, juntos eran los más listos y los más hábiles del bosque, podían superar todas las adversidades. Pero un día todo cambió, los dos Kikos habían discutido por algo sin importancia: quien sería el primero en beber el néctar de una flor, el primer retoño de la primavera, que ambos añoraban desde el año anterior. La discusión fue fuerte, y desde entonces todo había cambiado: ahora siempre discutían, opinaban lo contrario, apenas se miraban y finalmente no se hablaron. Estos fueron los tiempos en que el jerbo los capturó.
El jerbo convirtió su vida en un afán por intentar volver a unir a sus dos Kikos, se pasaba largo tiempo contemplándolos en su jaula, parados, sin mirarse, sin decirse nada. A menudo les regalaba muchos juguetes, les ofrecía las mejores comidas, pero nada hacía que se reanimasen. No había cosa en el mundo que más desease el jerbo que sus dos Kikos volviesen a ser uno. Una noche, mientras el jerbo dormía, este notó una extraña sensación en su habitación que le despertó. Rápidamente encendió una lámpara y se acercó a la jaula de los Kikos. Cuando vio que los dos muchachos no estaban en la jaula, una gran desazón lo embargó. Se habían escapado, ya no podría disfrutar más de su compañía. Se inclinó sobre la jaula, y su tristeza se fue tornando en satisfacción cuando la recorrió con su mirada: en una esquina había una montaña de juguetes que los Kikos habían construido para escapar, habían trepado por ella hasta salir. Aquello significaba que los Kikos habían hecho algo juntos, que habían tramado entre ellos, que volvían a hablarse, a quererse, que gracias a su unión habían conseguido la libertad. Por eso el jerbo se puso muy contento y se asomó a la ventana, con la esperanza de todavía poderlos ver huir. Allí estaban, a lo lejos, corriendo a la luz de la Luna entre los secos trigos, cogidos de la mano. Por un momento al jerbo le pareció ver que los Kikos se convertían en uno solo, que se fundían en un gran hombre, tan alto como una montaña.