viernes, 27 de febrero de 2009

Carnaval 2009


Bueno este año ha tocado de forajido!!

Álvaro a ver para el año que viene si estás por aquí, piensa algo...

sábado, 21 de febrero de 2009

jueves, 19 de febrero de 2009

El Trueque

El silencio de los dos arrieros dejaba oír el crujido de la nieve al ser pisada por las ruedas del carro, acompasado con el lento caminar de la mula, más por la pesada carga que llevaba que porque sus grandes y fuertes pezuñas se hundieran con cada zancada hasta desaparecer. Sin avisar, desde su escondite en la nieve, una traicionera piedra del camino se interpuso en una rueda e hizo estremecer al carro, que dio un bote y liberó la trampilla trasera, soltando parte de su carga. La mula se detuvo. Un níveo pedazo del camino se tornó en negra mancha.

-Fermina, has vuelto a cerrar mal la portilla del carro, mira la que se ha liado.
-Vamos Antonio, apenas se han caído cuatro cestas; no te enfades y agarra una pala para recoger el carbón, que si llegamos tarde la bronca del patrón será oída por todo el valle.

Paleando ya, y con amable expresión, exclamó Fermín:
-No me enfado mujer, que bonito es ver algunas negras piedras de carbón sobre la nieve; además, esto me ha traído a la cabeza una historia que me relató mi padre y que cuando acabemos te contaré para hacer más ameno el viaje.

Cuando los arrieros hubieron recogido el carbón y se aseguraron de haber cerrado bien la puerta del carro, sacudieron sus frías manos envueltas en trapos y arrearon a la mula, que no poco contenta por su fortuito descanso reanudó su lenta marcha. De nuevo silencio.

-Antonio, cuéntame esa historia. 

Con una sonrisa en la boca, Antonio habló de la manera que sigue:

“Contaba mi padre que el tío de su abuelo, de nombre Renato, trabajó de minero como nosotros. Lo hacía para un hombre llamado Don Ignacio Valbuena, en estas mismas montañas de Sabero en las que ahora estamos tú y yo.

Ignacio Valbuena no era muy rico, mas era un buen hombre, pues trataba bien a sus trabajadores, no escatimaba en sus pagos y les regalaba carbón todos los inviernos. Y como sucede que los grandes corazones hacen grandes cosas, así ocurría con Ignacio; tanto que cuando cierta vez llegó a sus oídos que la hija de uno de sus empleados había caído enferma de algún mal que el médico de Sabero no acertaba a encontrar, no dudó en enviar a la casa de la pequeña a su propio médico para que la examinase, mas este tampoco tuvo suerte y la muchacha empeoraba de día en día. La niña, de once años, se llamaba Antoñina Tascón, y se encontraba la mayor parte del día en cama, sin fuerzas, pálida y tristona, sin más momentos de lucidez y alegría que los que le proporcionaba algún grato recuerdo o alguna visita inesperada, amén de algún regalo que algún buen vecino le hacía. Ignacio, preocupado, no se cansaba de preguntar todos los días al padre:

-Tascón, ¿Está mejor hoy tu pequeña?
-¿Se ha levantado algo?
-¿Ha comido?

A lo que Tascón la mayor parte de las ocasiones contestaba no, no y no.
Pero cierto día, al salir de la mina, cuando ya caía la noche el patrón preguntó, y esta vez la respuesta fue otra:

-Don Ignacio, esta mañana ha estado como siempre, débil y desganada; mas en la tarde, cuando estuvimos recordando cierta ocasión en la que estuvimos en El Bierzo hace dos años, ella pareció alegrarse. Cuando rememoramos los buenos momentos que pasamos en aquellas tierras verdes y húmedas tan distintas de nuestra montaña, y catamos con la memoria un enorme botillo que allí habíamos probado, que tanto le había gustado entonces, hasta creí que en su rostro nacía una sonrisa. Me dijo: papá, me gustaría volver a comer un botillo como aquel.

Ignacio, contento con estas palabras, se despidió de él y se fue a su casa. Estaba decidido a conseguir un botillo para Antoñina, y ayudó en esto la fortuna, que es caprichosa, pues Ignacio tenía un primo precisamente en la villa de Bembibre, la cuna del botillo. 
Era tal primo Don Elías Carrascosa, que si bien no dejaba de ser avaro, era gran criador de cerdos y tenía los botillos más famosos de toda la comarca. Por eso Ignacio pensó en él, y cuando hubo llegado a casa, le contó todo a su esposa, Leonor Sánchez; la cual, no menos bondadosa que su marido, le propuso comprarle a Elías no sólo un botillo para Antoñina, sino un carro entero.

-Ignacio, si esa pobre niña ha recuperado la sonrisa con sólo paladear en sueños el botillo, imagínate como mejoraría con un carro lleno de la mejor medicina de carne de cerdo adobada adornada con repollo y patatas; a buen seguro que en unas semanas sería la muchacha más rolliza de la zona.
-Pero Leonor mía, ¿cómo vamos a pagarle a Elías un carro repleto de berzas y botillos? Estos meses han sido duros. Sabes que hemos sacado poco carbón para vender, debido a que las vetas están heladas, hay que pagar a los obreros y mis bolsillos no están muy llenos.
-Esposo, hay algo más valioso en esta temporada de frío y nieve que el dinero: el carbón; y tú regentas las dos minas más importantes de Sabero. En los bolsillos no tienes muchas monedas, pero posees montañas de piedras negras. Cámbiale a Elías dos grandes carros repletos de carbón por una carreta de botillos, berzas y vino.

La pareció a Ignacio ésta una gran idea, y se durmió soñando con la manera en que podría llevar a cabo el trueque. 

A la siguiente mañana, envió a Zapico, un joven y fiel trabajador suyo, a Bembibre, para que le contara sus planes a Elías y entrara en tratos con él.

Varios días a caballo tardó en llegar Zapico a Bembibre. El mensajero nunca había salido de Sabero, por eso se maravilló mucho cuando descubrió lo grande y variada que era la provincia: en tierras de la Robla durmió a los pies de las ruinas del castillo de Alba, soñando con el mismísimo Almanzor; en la pulcra capital se quedó dos días, más que por descanso de su animal, por disfrutar de los pequeños rincones del húmedo, donde no faltaban la juerga y las mujeres; en el páramo conoció a no pocos peregrinos, los cuales le contaron historias de otras tierras y le hicieron compañía en el viaje. Finalmente, cuando llegó a la comarca del Bierzo, lo que le sorprendió fue que esta apenas estaba manchada por la nieve, dejando ver un intenso verde que nada tenía que ver con los ocres del resto de la provincia. No había nieve, pero en las noches sufrió el mensajero unas heladas que cortaban el rostro y las manos como cuchillos, y dejaban los pies del jinete como si no fuesen los suyos sino los de alguna estatua de mármol de la mismísima Roma. 

Nunca había estado Zapico en Bembibre, y no fue poco grata la impresión que se llevó. En pleno diciembre, le parecía al mensajero que la villa olía a la matanza del cerdo por todas sus calles, haciendo dichos efluvios rugir sus tripas de hambre; en la plaza del mercado, se quedó atónito al ver con sus propios ojos cómo se vendían todavía manzanas en esas épocas, conservadas como recién caídas del árbol; en tendidos de los puestos se colgaban cebollas de aspecto tan tierno que invitaban a darles un pícaro mordisco y salir corriendo; sin olvidar el vino, del cual compró un jarro y lo engulló, calentando rápidamente su cuerpo y haciéndole olvidar todos los vinos que había probado en la montaña leonesa. 

Allí, en la plaza, preguntó por las señas de Elías Carrascosa al primer buen hombre que vio, el cual le repuso:

-Habéis dado con uno que bien conoce a Don Elías, pues yo trabajo para él matando cerdos y preparando botillos para vender. Mi nombre es Gracián, y si os envía su primo, yo mismo os llevaré hasta él, que no vive lejos de aquí.

Condujo Gracián a Zapico por las calles de la Villavieja, y en el trayecto le contó cosas de su mísera vida, tales como que era pobre, que tenía tres hijos y lo pasaba mal para darles de comer, y que en muchas ocasiones le había pedido a Elías que le regalase algún botillo para sus zagales, ya que poco le pagaba y no podía comprárselos, mas su miserable patrón nunca le había dado nada.

Cuando llegaron a la casa de Elías, de adobe y muy descuidada para pertenecer a un hombre de dinero, además de fría como una cueva en su interior, Zapico le contó al célebre carnicero el encargo que traía de Ignacio, y no le extrañó al botillero la proposición de su primo. Elías Miró su vacía y fría estufa, y frotándose las manos en avaro gesto repuso:

-Dile a mi primo Ignacio que el intercambio tendrá lugar, mas dos míseras carretas de carbón son poco para una llena de mis sabrosos botillos y buen vino de esta tierra. Habrá trato si son tres carros de carbón los que él me entregue.

Cuando Zapico hubo regresado a Sabero y contó lo sucedido a Ignacio, éste pensó que los tiempos que corrían en la provincia no invitaban a los derroches, pero recordó a la enferma Antoñina y su gran corazón le hizo aceptar el trato. Por carta, ambos primos acordaron en que el trueque de los tres carros de carbón por la carreta de botillos tendría lugar a medio camino, en Astorga. Gracián, el necesitado empleado de Elías, a cambio de ganarse unos pocos botillos soñados para sus hijos, llevaría los embutidos desde Bembibre, y Zapico haría lo propio con los tres carros de carbón desde Sabero.

Unos días después ambos se pusieron en marcha, mas no fueron viajes tranquilos, puesto que sucedió en el camino que, poco antes de llegar a Astorga Zapico con el carbón, fue asaltado por unos bandidos con intenciones de quedarse con los tres carros.

-Sólo llevo carbón, tomadlo si queréis y respetad mi vida, mas pensad que con tan pesada carga no ganaríais mas que ser apresados en poco tiempo por la justicia, antes de poder venderlo y sacar beneficio –repuso el pícaro joven.

Los bandidos, mirando en los carros y comprendiendo que Zapico llevaba razón, se alejaron del lugar sin tocar una piedra.

Peor suerte corrió Gracián, que poco después de salir de Bembibre también fue asaltado por hambrientos bandidos, los cuales al ver que llevaba botillos y vino, les pareció mejor esta carga que si llevasen oro puro, y se llevaron la carreta entera con gran jolgorio.

Llorando se volvió a Bembibre Gracián, donde contó lo sucedido a Elías, el cual maldiciendo le dio muchos palos y lo dejó sin trabajo. 
Sin embargo, ganar tres grandes carros de carbón todavía era un buen negocio para Elías y sus frías y mezquinas carnes, por lo cual envió otro carro de botillos a Astorga, esta vez escoltado por buenos hombres que él mismo había contratado. Ahora el intercambio se hizo sin contratiempos, regresando Zapico a Sabero con su carro de botillos y llegando a Bembibre los tres carros de carbón listos para calentar las miserias de Elías Carrascosa.

En el frío Sabero, Ignacio y su mujer se pusieron muy contentos cuando llegó la rica matanza embuchada y el vino. Pero la que más se alegró fue Antoñina, que hizo creer a todos los habitantes de Sabero que el botillo era milagroso, pues poco a poco se fue recuperando, comiendo botillos dos veces por semana, al tiempo que el color volvía a sus blancas carnes. También muchos vecinos calentaron sus tripas con los botillos y el vino, y agradecieron mientras vivieron la bondad de Ignacio. 

Por su parte, el avaro Elías calentó durante escaso tiempo su codicia, pues falleció al poco tiempo de una neumonía, criada a través de meses de tacañería; y como quiera que la misericordia de Dios no tiene límites, quiso éste que dos días después la justicia apresara a los ladrones que habían asaltado a Gracián, interviniéndoles los botillos. Uno de los bandidos, de mejor corazón que los otros, dijo que los embutidos pertenecían a un tal Gracián, de Bembibre, al cual fue devuelto el primer carro repleto de botillos y vino. 
No se puede expresar con palabras la alegría que sintió el pobre bembibrense, el cual pudo alimentar a sus tres hijos durante mucho tiempo, y a partir de entonces su fortuna cambió”.


La mula se había detenido, y los dos arrieros se bajaron.

-Que bonita historia, Antonio. 

De nuevo el silencio, el lento crujido de la nieve bajo las ruedas del carro. Los dos arrieros continuaron su ruta media hora más, meditabundos.
De pronto, la mula se detuvo, y el hombre y la mujer se bajaron. El patrón estaba esperando:

-Llegáis tarde.
-Lo sentimos, ya sabe: la nieve, el frío…
-No importa, soltad el carbón aquí, en un montón.

Los dos arrieros descargaron rápidamente el carbón, después de lo cual tomaron su dinero y se prepararon para marcharse, pero el patrón los detuvo:

-¡Esperad! Tengo un regalo para vosotros.
-¿Qué es?
-Un botillo y una botella de vino, una hermana mía ha estado recientemente en El Bierzo y me ha traído unos cuantos.

Fermina se rió.


sábado, 7 de febrero de 2009

Fábulas

Contóme mi compañero de trabajo Agustín (el cual tiene la gran virtud de dar sabios consejos, entre otras cosas) dos fábulas, las cuales no quiero sino plasmarlas aquí:

El Oso, el cerdo y el mono

Cierta vez, estando reunidos los tres animales, trataba el oso de andar a dos patas.

-Lo haces fatal, deberías de desistir –replicó el mono.

El oso titubeó, pero continuó intentándolo.

-No hagas caso, lo haces de maravilla –repuso por su parte el cerdo.

El oso, al oír este comentario, no pudo sino abandonar y volver a andar sobre las cuatro patas.

Moraleja: las críticas del sabio son malas; mas las alabanzas del necio aún son peores.



La hora de la comida

Cierta vez, pensando un rey cuál sería la mejor hora para comer, hizo llamar a tres de sus consejeros para preguntarles sobre esto. 

-Mi rey, la mejor hora para comer es a las 12 del mediodía, cuando el sol está alto y da calor –repuso el primero.

-Os equivocáis –exclamó el segundo- la mejor hora para comer es temprano, al poco de levantarse, cuando la brisa de la mañana hace mejor la digestión.

-De ninguna manera –habló el tercero- la mejor hora para comer es ya de tarde, la comida reposará unida a la placentera siesta.

No quedando el rey satisfecho con ninguna de las respuestas, quiso tener otra opinión, e hizo llamar a un anciano del pueblo, con fama de ser un gran sabio.

-Mi señor –habló este- la mejor hora para comer es para el rico cuando quiera, y para el pobre cuando tenga de qué.