viernes, 24 de abril de 2009

El calor del infierno aprieta también en invierno

Un cuerpo, más bien un despojo, había dejado colgado en el árbol, como un trapo de un harapiento seducido y atrapado por una seca rama y mecido por el viento. Hacía frío, y por sombrero tenía su cabeza, mas aún así sus pensamientos no se refrescaban, pues sólo una cosa había para ellos, sólo una cosa había para él. Había escarcha en el campo, mas su corazón todavía latía deprisa y su estómago lento, arengado por algo que lo mordía por dentro y le causaba hambre, así como las primeras aves de rapiña mordían el colgajo que había dejado en el árbol. No pensaba en qué diría ni en porqué, no sentía descanso y ni siquiera el remordimiento hacía mella en él; el futuro y el presente se habían extinguido, ahora sólo una cosa había para él. Sólo el hambre le hizo imaginar por unos instantes una cesta de cerezas, sus henchidas manos se metieron en ella, destripándolas con lentos movimientos y confundiéndose los dos rojos, el que llevaba en sus manos y el de la fruta, que se desmembró y dejó asomar sus huesos, que con gestos llevaba a la boca y escupía. Hacía frío, pero él no lo sentía, pues sólo un colgajo balanceándose en un árbol era lo que había para él.