viernes, 4 de octubre de 2013

La mano experta

Un día cualquiera tienes un pequeño percance en casa, pongamos que se te sale un cable de acero de su carrete en la puerta del garaje. Te lamentas cuatro veces en arameo, le das vueltas al cable, intentas meterlo pero al poco rato te das cuenta de que tus manos de bricolage chapucero no pueden arreglarlo.

Al principio piensas en el amigo de puntas y martillo (si estuviese aquí...), ese que te ayuda a montar los toldos, que asoma medio cuerpo por la ventana si hace falta en temerario desprecio por su vida en son de la amistad, sin más sujeción que tus temblorosas manos metidas en las hebillas de sus vaqueros.
Tu sonrisa interior se ve pronto cortada cuando piensas… mierda, mi amigo de martillos, chanzas y risas está a miles de kilómetros de distancia, me ha abandonado… no ha construido su casa en una pequeña parcela al lado de la mía, comunicadas por un pasadizo secreto.
Pachacamac, ¿porqué no puede estar aquí mi amigo, a mi lado? ¿Por qué se ha tenido que ir tan lejos que no puedo jugar con él cuando me apetezca, o reírme hasta que me duela la barriga, o asustarme viendo películas de miedo hasta el amanecer? ¿Por qué ya no puedo dormir de vez en cuado con él en la misma cama, más alborotando al vecindario que descansando? ¿Porqué ya no puedo agarrar el teléfono, llamarle y decirle las tan ansiadas palabras –puedes quedar esta tarde- para hacer mil locuras, hablar de libros, películas, y a la noche emborracharme con él?
Pachacamac, mi amigo es malo. Es tan cruel que se ha ido tan lejos que no me ha dejado más que su recuerdo en él cuando me levanto todas las mañanas.

Entonces sales de tu ensimismamiento de niño egoísta y piensas en la mano experta. El único que puede enrollar el maldito cable en su carrete es mi amigo Dani. Con él no valen más chanzas que las justas. Puede que nunca duermas en la misma cama con Dani ni te rías por tonterías hasta creer morir, pero sabes que si alguien puede arreglar esto es él.
Le llamas, da igual la hora; su voluntariedad y la amistad hará el resto. Te dice que acaba de cenar y se acerca. Trae su maletín, observa el carrete, tú le miras intrigado y admirado, él afloja unos tornillos que jamás se te hubiera ocurrido manipularlos y… te tranquilizas.
Sabes que Dani lo va a arreglar, que si su mano no puede con ello te tocará llamar al técnico. Lo arregla. Se toma una cerveza, echáis unas risas, quedáis para otra vez y se va.

Esa noche tú duermes soñando que corres de nuevo con tu amigo por solitarios caminos, cazando hormigas o escalando colinas, desde donde encaramados a altos depósitos observamos en silencio la inmensidad del mundo que se agita a nuestros pies.


Creo que algún día Pachacamac me lo devolverá.