jueves, 20 de febrero de 2014

Merecedores de mereces

¡Merecedores de mereces, galgilábalos ojiplatoniacos, reunios y cantad al son de las más afrutadas melodías tricornianas que el mundo jamás dio a conocer!
¡No temáis en vuestra carrera de arrullos, chocad vuestras estremeces landosas y gritad al gobernáculo!
¡Que los contubernios de tres ojos, los regímeros polinesios del norte o las hadas tuétanos sin alas no os asusten; nosotros somos el verdadero rito aldeíco y tenemos el viento que mece las hojas de alcuercáno digital!

¡Gritad, escupid por vuestras viejas trógolas de cinco bits espumas ácidas y proferid juntos el canto del regazo! Lo merecéis.

domingo, 2 de febrero de 2014

Sólo es música, chaval

No se si era el ronroneo del gato de mi colega en mi regazo, la madera de aquellas fichas de Tenga desparramadas en el suelo o mi culo sobre una alfombra en la dura y brillante tarima del cuarto, pero algo allí se absorvía suavemente en forma de música y  te daba paz.
Mi colega me descubría los Eagles, la Steve Miller Band, los Byrds y Pete Seeger; aquellas melodías salían del viejo equipo Casio y llenaban nuestros sedientos oídos.

Más tarde, cuando entró en el cuarto el nuevo equipo Philips, ninguno de los dos lo podíamos creer, ¡joder, aquel pequeño equipo sonaba de miedo! Yo lo achacaba a sus coquetos altavoces de madera, e intentaba dar un punto más de volumen mientras sonaba Tom Petty o los Doors, pero cuando mi colega se daba cuenta sus tímidos y finos dedillos ajustaban los decibelios a niveles más razonables para una madre (y a veces nonagenaria abuela) que hacía su vida al otro lado de la puerta.
¿Qué harán dos adolescentes encerrados en un cuarto en una tarde lluviosa?
No necesitábamos porros ni revistas porno, no teníamos Facebook para comunicarnos en silencio, sólo teníamos buena música chaval, un juego de mesa y nuestra compañía.

Las interminables tardes de partidas de Risk en el piso de arriba ya eran harina de otro costal. El viejo y flamante Thomson de su padre, un colega más y un tablero del mundo con cientos de fichas desparramadas por el indomable gato podían asegurarte una tarde de desconexión del mundo. ¿Exámenes del instituto? ¿Un feo grano que te ha salido en el puro centro de la frente? ¿Preocupaciones por el inminente mundo universitario? No hay problema, todos los males se iban por la ventana y volaban al jardín, en medio de una acalorada discusión de tres cabezas de chorlito. Una estantería llena de miles de discos de vinilo y la hipnótica oscilación del vúmetro del vetusto y precioso equipo mientras los Boston llenaban mis neuronas era suficiente para excitar mis sentidos y hacerme sentir el tío más feliz del mundo. Ah, la amistad.

¿Hay mejor cosa que golpearte con la lengua de calor del hogar después de caminar durante horas con un buen colega en una fría tarde de invierno? Joder, muchos días traíamos las manos heladas de sujetar el puñetero paquete de pipas. Una mirada nos bastaba para sincronizarnos: él traía un cuenco y cerraba la puerta del cuarto tras de sí, yo ya tenía en la bandeja del equipo algún raro CD nuevo, hurtado veloz de la estantería. Sólo faltaba pelearnos por ajustar el volumen y disfrutar.


Estoy seguro de que esos tiempos volverán, porque aunque los colegas estemos desperdigados, no importa lo que tardemos en juntarnos ni la edad que tengamos, nuestros espíritus siempre serán los mismos. En mi caso, soy paciente y estoy en modo de hibernación, pero cuando mis colegas vengan a buscarme, despertarán al muchacho latente.  Tenemos pendiente pasar unas cuantas noches en aquella casa y en otras nuevas que levantemos, para hacer temblar sus cimientos y los nuestros, subir los decibelios del Thomson hasta que refunfuñe su vieja garganta y mientras bailamos como cojos y engullimos cervezas, colocarnos con buena música y reír hasta creer morir.