martes, 24 de junio de 2014

El espantapájaros de East River

Un viejo granuja como el gran John puede esperar sentado en su mecedora del East River durante horas, sin inmutarse, sin más compañía que su escopeta, su pantalón sujeto con deshilachados tirantes y su camisa a cuadros, a la sombra de su sombrero de paja y con una buena brizna de hierba en la boca.
Pobre de algún despistado tordo o cuervo que se adentre en los dominios del viejo John que, aunque medio sordo por los tiros que descerrajó matando a cientos de sus alados compañeros, todavía conserva buena vista para proteger las cosechas de maíz que su sobrino Vincent planta con mimo cada año.
Hoy la tarde es apática, hace unas horas la tormenta amenazaba con solemnes rugidos, pero el agua no se descargó y la paz de la atmósfera sólo se veía turbada una vez más por el chirrido de la vieja mecedora en las gastadas tablillas del porche.
De pronto, el leñoso crujido cesó. Inmediatamente, un ávido cuervo escondido en el maizal giró su cabeza hacia la casa, incrédulo por el cese del sonido avisador de la muerte y por la estampa de la figura del gran John estática.
El ave voló hasta el hombre, que había dejado de respirar pero conservaba abiertos sus ojillos y agarraba con la fuerza de su mano nudosa de noventa años la escopeta, siempre cargada y apuntando al cielo en cuarenta y cinco grados. No se lo pensó mucho el cuervo, y comenzó a picar con saña los ojos del durante tantos años vigilante y verdugo de aquellos campos. Se sumaron más pájaros, en tanto número que ensombrecieron por instantes el cielo, abalanzándose en tropel sobre el cuerpo del viejo, agitándose debajo de sus gastadas ropas, metiendo sus picos una y otra vez en los tejidos blandos, sacando tripas y dejando sin hurgar sólo el curtido pellejo y los huesos.
Cuando no hubo más que devorar, las aves de rapiña levantaron los livianos restos por encima de la mecedora, que se balanceó por última vez, vacía. El seco cadáver fue llevado por los cuervos hasta una rama de un solitario árbol, en mitad de la plantación. Allí lo sujetaron, colgado, con la escopeta todavía asida por su huesuda mano, los restos de su gastado cuerpo tapados por la camisa de cuadros, el pantalón apenas sujeto por los roídos tirantes y el sombrero de paja coronando su todavía ensangrentada calavera.


Así acabó el viejo John, ejerciendo como espantapájaros durante una eternidad, soportando las risas de algún tordo que se acercaba para hurtar unos granos de maíz, sin poder apretar el gatillo y soltar el furioso plomo, sin poder volver a removerse de placer en la mecedora ni escupir en su lata oxidada. Tan solo su cuerpo podía agitarse un poco cuando el aire preludio de la tormenta era benévolo con él.   

martes, 10 de junio de 2014

El asesino de abuelos

Con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo, el hombre exhala un cálido aliento, condensado al rozar el  frío aire invernal que invade la ya oscura ciudad madrileña. Pronto se encuentra en las afueras de la urbe, donde en las calles se arremolinan por todas partes montones de papeles y desperdicios de un antiguo barrio obrero, convertido hoy en ruinas fantasmas que con sus irregulares siluetas destacan en la negra noche. Tras uno de estos muros, se detiene y consulta la hora en un antiguo reloj de bolsillo. Pero al abrirlo, no puede dejar de mirar bajo la escasa luz de una solitaria y parpadeante farola la fotografía que ya había observado al natural hace escasos momentos. Ahora el abuelo aparece como un pálido cadáver con las cuencas de los ojos y la nariz muy negras, casi irreconocibles, como queriendo indicar la inexistencia de este ser que murió en las más trágicas circunstancias que cualquier hombre pueda soportar.

En este momento el homicida está ahí, de pie, como si nada hubiera ocurrido y con el pensamiento en blanco. Después de lo que nuevamente ha sucedido, se merece estar bajo tierra para los más severos, en una oscura celda de por vida para los moderados o por lo menos con la conciencia hecha un manojo de angustias para los más suaves. Sin embargo, ha salido otra vez indemne y parece una estatua muda a la que nunca le ha ocurrido nada más interesante que el paso del tiempo.
Cansado, se sienta. Esta vez recuerda, hace memoria de su última experiencia asesina.


Cierra el reloj y llora por todos esos nietos, más solos hoy que ayer.












Texto escrito hace varios años.