El otro día, cuando el sol ya comenzaba a esconderse, me
crucé en la calle con un chaval, de no más de 20 años.
Mientras caminaba, iba con la cabeza gacha, y la mirada
concentrada en el objeto que sujetaba en la mano. Si hubiese estado navegando
en la realidad virtual, llevando un teléfono móvil o una tablet, si estuviese
wasapeando con el amigo que vive dos manzanas más allá o colgando en el
Facebook la foto del grano que se estripó esa mañana, no me hubiese llamado
tanto la atención. Pero no, ¡iba leyendo un libro!
Era un libro como aquéllos con los que empecé yo, sobado,
amarillento, flexible; de esos que puedes llevarte en el tren sin temor a que
abarrote la maleta (suerte que en el tren nunca han pedido control de pesaje) o
meterlo en la cama, discreto como una buena amante.
Nada de Folletts, Espinosas o Revertes de blancas páginas,
portadas llamativas y grandes letras. Ese chico sabía lo que se hacía.
Cuando se cruzó conmigo, levantó la cabeza brevemente para
mirarme y siguió a lo suyo. Buena señal, estaba en la subrealidad controlada.
De otra manera, ya no sería dueño del tiempo, de su voluntad ni de sí mismo.