No se si era el ronroneo del gato de mi colega en mi regazo,
la madera de aquellas fichas de Tenga desparramadas en el suelo o mi culo sobre
una alfombra en la dura y brillante tarima del cuarto, pero algo allí se absorvía
suavemente en forma de música y te daba
paz.
Mi colega me descubría los Eagles, la Steve Miller Band, los
Byrds y Pete Seeger; aquellas melodías salían del viejo equipo Casio y llenaban
nuestros sedientos oídos.
Más tarde, cuando entró en el cuarto el nuevo equipo
Philips, ninguno de los dos lo podíamos creer, ¡joder, aquel pequeño equipo
sonaba de miedo! Yo lo achacaba a sus coquetos altavoces de madera, e intentaba
dar un punto más de volumen mientras sonaba Tom Petty o los Doors, pero cuando
mi colega se daba cuenta sus tímidos y finos dedillos ajustaban los decibelios
a niveles más razonables para una madre (y a veces nonagenaria abuela) que
hacía su vida al otro lado de la puerta.
¿Qué harán dos adolescentes encerrados en un cuarto en una
tarde lluviosa?
No necesitábamos porros ni revistas porno, no teníamos
Facebook para comunicarnos en silencio, sólo teníamos buena música chaval, un
juego de mesa y nuestra compañía.
Las interminables tardes de partidas de Risk en el piso de
arriba ya eran harina de otro costal. El viejo y flamante Thomson de su padre,
un colega más y un tablero del mundo con cientos de fichas desparramadas por el
indomable gato podían asegurarte una tarde de desconexión del mundo. ¿Exámenes
del instituto? ¿Un feo grano que te ha salido en el puro centro de la frente? ¿Preocupaciones
por el inminente mundo universitario? No hay problema, todos los males se iban
por la ventana y volaban al jardín, en medio de una acalorada discusión de tres
cabezas de chorlito. Una estantería llena de miles de discos de vinilo y la
hipnótica oscilación del vúmetro del vetusto y precioso equipo mientras los
Boston llenaban mis neuronas era suficiente para excitar mis sentidos y hacerme
sentir el tío más feliz del mundo. Ah, la amistad.
¿Hay mejor cosa que golpearte con la lengua de calor del
hogar después de caminar durante horas con un buen colega en una fría tarde de
invierno? Joder, muchos días traíamos las manos heladas de sujetar el puñetero
paquete de pipas. Una mirada nos bastaba para sincronizarnos: él traía un
cuenco y cerraba la puerta del cuarto tras de sí, yo ya tenía en la bandeja del
equipo algún raro CD nuevo, hurtado veloz de la estantería. Sólo faltaba pelearnos
por ajustar el volumen y disfrutar.
Estoy seguro de que esos tiempos volverán, porque aunque los
colegas estemos desperdigados, no importa lo que tardemos en juntarnos ni la
edad que tengamos, nuestros espíritus siempre serán los mismos. En mi caso, soy
paciente y estoy en modo de hibernación, pero cuando mis colegas vengan a
buscarme, despertarán al muchacho latente. Tenemos pendiente pasar unas cuantas noches en
aquella casa y en otras nuevas que levantemos, para hacer temblar sus cimientos
y los nuestros, subir los decibelios del Thomson hasta que refunfuñe su vieja
garganta y mientras bailamos como cojos y engullimos cervezas, colocarnos con
buena música y reír hasta creer morir.
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