Un viejo granuja como el gran John
puede esperar sentado en su mecedora del East River durante horas, sin
inmutarse, sin más compañía que su escopeta, su pantalón sujeto con
deshilachados tirantes y su camisa a cuadros, a la sombra de su sombrero de
paja y con una buena brizna de hierba en la boca.
Pobre de algún despistado tordo o
cuervo que se adentre en los dominios del viejo John que, aunque medio sordo
por los tiros que descerrajó matando a cientos de sus alados compañeros,
todavía conserva buena vista para proteger las cosechas de maíz que su sobrino
Vincent planta con mimo cada año.
Hoy la tarde es apática, hace
unas horas la tormenta amenazaba con solemnes rugidos, pero el agua no se
descargó y la paz de la atmósfera sólo se veía turbada una vez más por el
chirrido de la vieja mecedora en las gastadas tablillas del porche.
De pronto, el leñoso crujido
cesó. Inmediatamente, un ávido cuervo escondido en el maizal giró su cabeza
hacia la casa, incrédulo por el cese del sonido avisador de la muerte y por la
estampa de la figura del gran John estática.
El ave voló hasta el hombre, que
había dejado de respirar pero conservaba abiertos sus ojillos y agarraba con la
fuerza de su mano nudosa de noventa años la escopeta, siempre cargada y
apuntando al cielo en cuarenta y cinco grados. No se lo pensó mucho el cuervo,
y comenzó a picar con saña los ojos del durante tantos años vigilante y verdugo
de aquellos campos. Se sumaron más pájaros, en tanto número que ensombrecieron
por instantes el cielo, abalanzándose en tropel sobre el cuerpo del viejo,
agitándose debajo de sus gastadas ropas, metiendo sus picos una y otra vez en
los tejidos blandos, sacando tripas y dejando sin hurgar sólo el curtido
pellejo y los huesos.
Cuando no hubo más que devorar,
las aves de rapiña levantaron los livianos restos por encima de la mecedora,
que se balanceó por última vez, vacía. El seco cadáver fue llevado por los
cuervos hasta una rama de un solitario árbol, en mitad de la plantación. Allí
lo sujetaron, colgado, con la escopeta todavía asida por su huesuda mano, los
restos de su gastado cuerpo tapados por la camisa de cuadros, el pantalón apenas
sujeto por los roídos tirantes y el sombrero de paja coronando su todavía
ensangrentada calavera.
Así acabó el viejo John,
ejerciendo como espantapájaros durante una eternidad, soportando las risas de
algún tordo que se acercaba para hurtar unos granos de maíz, sin poder apretar
el gatillo y soltar el furioso plomo, sin poder volver a removerse de placer en
la mecedora ni escupir en su lata oxidada. Tan solo su cuerpo podía agitarse un
poco cuando el aire preludio de la tormenta era benévolo con él.