Con las
manos metidas en los bolsillos de su abrigo, el hombre exhala un cálido aliento,
condensado al rozar el frío aire
invernal que invade la ya oscura ciudad madrileña. Pronto se encuentra en las
afueras de la urbe, donde en las calles se arremolinan por todas partes
montones de papeles y desperdicios de un antiguo barrio obrero, convertido hoy
en ruinas fantasmas que con sus irregulares siluetas destacan en la negra noche.
Tras uno de estos muros, se detiene y consulta la hora en un antiguo reloj de
bolsillo. Pero al abrirlo, no puede dejar de mirar bajo la escasa luz de una
solitaria y parpadeante farola la fotografía que ya había observado al natural
hace escasos momentos. Ahora el abuelo aparece como un pálido cadáver con las
cuencas de los ojos y la nariz muy negras, casi irreconocibles, como queriendo
indicar la inexistencia de este ser que murió en las más trágicas
circunstancias que cualquier hombre pueda soportar.
En este
momento el homicida está ahí, de pie, como si nada hubiera ocurrido y con el
pensamiento en blanco. Después de lo que nuevamente ha sucedido, se merece
estar bajo tierra para los más severos, en una oscura celda de por vida para
los moderados o por lo menos con la conciencia hecha un manojo de angustias
para los más suaves. Sin embargo, ha salido otra vez indemne y parece una
estatua muda a la que nunca le ha ocurrido nada más interesante que el paso del
tiempo.
Cansado, se
sienta. Esta vez recuerda, hace memoria de su última experiencia asesina.
Cierra el
reloj y llora por todos esos nietos, más solos hoy que ayer.
Texto escrito hace varios años.
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