Ya ha trascurrido un año. Fue
cuando el ardor del primer estío comenzaba a golpear el vidrio de las ventanas
y a hacer las delicias de los tempranos huertos. Esa noche yo iniciaba una
inusual ronda nocturna, obligado a cubrir la baja de algún compañero. Me sentía
animado por el café que acababa de tomar y calentito con la radiación que
emanaban los ladrillos de las casas.
Paseaba sin prisa, agitando
burlonamente mi porra, emulando a cualquier policía bigotudo y gordinflón
salido de una vieja película americana. La gorra iba bien ceñida en la calva,
pero no por ello podía sujetar mi imaginación, que como siempre surfeaba en la
vorágine de sus locas fantasías de Piscis.
De pronto, algo en medio de un
solar vacío me sobresaltó. Me acerqué despacio al bulto, y a medida que estaba
más próximo, la luz de una farola cercana iba despejando las sombras de la
noche. Sólo cuando estuve a escasos metros, pude adivinar que se trataba de una
figura femenina.
La chica rondaría mi edad.
Recogía su pelo en una larga coleta y se mantenía en cuclillas, apuntando su rostro, el cual no acertaba a
vislumbrar bien, hacia el suelo. Sus brazos, finos y desnudos, reposaban en las
rodillas y acababan en unas manos huesudas, poco más pequeñas que las mías. Muerto
de curiosidad, me acerqué, saludé cortésmente y me puse a mirar lo que tenía
encandilado a aquella muchacha en mitad de la noche.
El suelo rebosaba de hormigas, en
forma de inquietantes remolinos de minúscula vida. Me quedé un buen rato junto
a ella, espiando los quehaceres de los insectos. Un bicho grande se debatía por
sobrevivir en medio del río negro de mandíbulas y patas que lo atrapaban, pero
ambos sabíamos que estaba destinado a convertirse en comida para aquellos
abdómenes hambrientos.
En todo el tiempo que estuve
allí no intercambié muchas palabras con
la chica, pero deduje que se debía de dedicar a algo así como a observar
hormigas. Bonita profesión. Nos caímos bien, y ¡qué diantres! seguro que
nosotros éramos más bichos raros que aquella diminuta fauna que se afanaba a
nuestros pies
No se cuántas horas estaríamos de
espectadores. De pronto, un insomne e inoportuno vecino (¡yo lo maldigo!) que
sacaba a su perro se nos quedó mirando inquisitoriamente, sacándonos de nuestro
ensimismamiento. Ella se frotó un ojo, yo intenté guardar la compostura. Me
levanté, me ajusté disimuladamente la gorra y me despedí de la observadora de
hormigas. La sonrisa que me prodigó brilló a la luz de la farola y su contorno
de ojos negro destacó por encima de todas las demás sombras.
.Aunque me pasé muchas noches sin
dormir, buscándola, no la volví a ver jamás. Al transcurrir el tiempo me he
preguntado porqué no me contó nada más, cual fue la razón de que no me dijera
su nombre ni de dónde era, o si volvería otra noche…
Lo cierto es que yo tampoco me
atreví a decir mucho, ni siquiera le hice preguntas. Debí de contarle cuánto me
gustaban los bichos cuando era niño, cómo atrapaba a las hormigas, les echaba
algún bichito para que lo engulleran despiadadamente o las ponía a pelear entre
sí, sin más cuadrilátero que mis pequeñas manos. Pero junto a ella mantuve la
boca cerrada, como siempre, con la imaginación volando en forma de un océano compuesto
por millones de hormigas, más negras y más despiadadas que todas aquellas.
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