Tan solo llevaría en este mundo alrededor de una década y un
lustro, y no se me ocurrió mejor cosa que dar a leer una poesía que acababa de
escribir a un tipo, de los que decían por ahí que entendían de literatura y
eran buenos poetas y, lo que es peor, de los que se lo tenían muy creído.
-No has escrito mucha poesía, ¿verdad? –fue su rancia
respuesta cuando acabó de repasar mi papel.
-La verdad es que no… -acerté a decir. La verdad es que si
hubiese cortado mi ilusión con un afilado puñal, no le habría salido mejor.
-Pues se nota, se nota –volvió a replicarme socarronamente
el muy hideputa.
Aunque no puedo negar que me dolió, pasé de él y no cesé en
mis andanzas literaturienses.
La venganza vendría no mucho tiempo después, casi de
casualidad. Tenía yo otra poesía encima de mi escritorio, la acababa de
terminar y estaba orgulloso de ella. El tiparraco, que estaba en mi casa por
otros asuntos, vio mi manuscrito y lo tomó, sin duda acuciado por la curiosidad
de unos trazos garabateados en una maltrecha cuartilla. Cuando acabó de
escudriñarlo, se quedó pensativo.
-¿Te gusta? Supongo que la conocerás, es de Juan Ramón
Jiménez –acerté a mentir, pícara y distraídamente.
No sé qué se le pasaría por la cabeza al fulano, pero el
color se le fue y parecía que había visto a un fantasma.
-No hombre, esa también es mía –tuve que cortar la mentira
para devolverle a la realidad, pero sin relajar mi tono altivo –sólo bromeaba,
es normal que no te sonase y que te parezca mala.
-Humm –fue todo el gruñido que me dio por respuesta el
cabrón, al tiempo que el color le volvía y dejaba con su acostumbrada y
petulante indiferencia el papel en la mesa.