miércoles, 18 de agosto de 2010

El negro del metro de París


Son varias las imágenes que perduran en la mente después de mis recientes vacaciones en París. Una ciudad tan grandiosa da para mucho, pero sin duda hay cosas que me han llamado más poderosamente la atención, y una de ellas ha sido el metro.
Después de la majestuosidad y el bullicio de la urbe, cuando te sumerges en el metro de París parece que entras en un submundo tácito, lleno de turistas, pero también de parisinos que van a sus trabajos e inmigrantes que tratan de ganarse la vida en los túneles, pidiendo o tocando algún instrumento. Las gentes que cogen el metro son gentes con prisas, silenciosas, recelosas de sus bolsos y carteras, casi siempre colocadas al frente y bien aseguradas con sus manos –tened cuidado en el metro de París con el dinero, hay muchos ladrones –nos habían dicho muchas personas antes del viaje.
Lo cierto es que mis curtidos ojos no observaron más rateros ni gentuza en París que la que pueda encontrarse en Madrid, por ejemplo; más bien fue al contrario, pero la psicosis colectiva unida a un espacio tan pequeño como un vagón hace que las miradas desconfiadas recorran todo el espacio.
Obtuvo mi atención también el hecho de que la gente tendía a agruparse en el metro -tal vez por una cuestión de defensa injustificada-, de tal forma que los grupos de turistas blancos iban juntos, mientras que los negros (muy abundantes en la ciudad) casi siempre viajaban solos, arrinconados, quizás injustamente relegados a un segundo plano de este mundo subterráneo, debido a la desconfianza que suscitaban, a ese pseudo-racismo latente en las urbes europeas. Pero yo me fijé: los negros también agarraban sus talegos, eran como nosotros, también sentían miedo. Eran negros silenciosos, de mirada triste pero honrada, a los que la vida seguramente no trataba bien; eran los mismos negros que recorrían los parques con sus carritos recogiendo la basura, los que hacían de jardineros, los que vendían souvenirs a los pies de la torre Eiffel…

Cierto día, por la mañana, la baja afluencia del metro y el largo recorrido que hice me hizo vivir una experiencia que sin duda marcó mi viaje a París. Yo estaba en un vagón de cola, sentado frente a un negro joven, serio y de cuerpo alto y delgado, al que observaba de vez en cuando. Unos metros más atrás un acordeonista (probablemente de Europa del Este) tocaba para ganarse unas monedas. Era una canción bonita y triste, muy triste –dan ganas de llorar con esta canción- pensaba para mis adentros mientras la canción emocionaba mis sentidos y me dejaba llevar ensimismado por los sonidos y la velocidad del tren. Cuando el metro estaba llegando a mi parada, me volví a fijar en el negro: él sí había llorado. Se enjaguó las lágrimas con un pañuelo y salió rápidamente del vagón, perdiéndose entre el reguero de la multitud.