viernes, 12 de agosto de 2011

Un disfraz de oso a 33 ºC


Me gusta Madrid. No es sólo por su majestuosidad, sus monumentos, sus edificios, sus calles. También es por la gente, por los ríos de muchedumbre que te envuelven y te arrastran. Siempre he vivido en pueblos y ciudades tranquilas, pero de vez en cuando me gusta sumergirme en la cálida muchedumbre y bañarme en ella, descubrir el placer de ser uno más de los miles de bichos raros que se mueven pendientes de no chocar unos otros, como una gran colonia de hormigas perfectamente organizada.
Al principio te notas torpe, un estorbo, pero no tardas en captar la dinámica de la marabunta, y es entonces cuando, si te fijas en la gente, descubres que se mueven rápido, que se mueven despacio, que están parados sin más, que piden limosna, que van al trabajo, que simplemente hacen turismo. No puedes evitar hacerte preguntas sobre esos seres enlatados, de sus vidas, sus trabajos, sus aspiraciones, de cómo estarán esos cuerpos de mimos después de horas inmóviles o esos otros, de vendedores de globos, encerrados en trajes sintéticos de oso en los 33 ºC de las siete de la tarde Gran Vieña.