jueves, 1 de noviembre de 2012

La chica que vive en el IKEA

He conocido a una chica que vive en el IKEA, y no porque trabaje allí y tenga una jornada laboral como la de los esclavos negros, sino porque literalmente allí tiene su hogar. Al menos eso he deducido, pues siempre que voy la encuentro allí. Siempre está sola, abstraída, ataviada con sus vaqueros, su camiseta blanca y sus botas. Es en el enorme IKEA de San Sebastián de los Reyes (¡benditos suecos!) el espacio allanado por la chica. No se su nombre ni nada sobre ella, pero cada vez que voy a la tienda de muebles me la encuentro y me quedo mirándola, fascinado. Tiene el pelo a la altura de la barbilla y de color rojizo, pero no como el fuego, sino con la arrogancia de un castaño osado. La delgadez de su rostro la cubre con unas gafas negras, de pasta, y en sus finos y largos dedos alguna vez he adivinado un anillo. Unas veces está en la zona de comedores, sentada en alguna mesa de exposición con bonitas vajillas. Pero los platos están vacíos. Vacíos como su alma, la cual intuyo soñadora e inconforme con el mundo que vive, como la mía. En muchas ocasiones me han dado ganas de llevarme algún bocadillo, sentarme con ella a la mesa y desenvolver el papel de plata lentamente. Me la imagino llevándose pedacitos de pan a sus dientes afilados, con sus ojos clavados en mí. Pero nunca lo hecho. No me da miedo que algún empleado agraviado por la tiranía del imperio sueco nos eche de la tienda por manchar sus bonitos platos de exposición, más bien siento temor de acercarme a ella. Un cable de acero invisible me tira hasta ella, pero un muro igual de etéreo me hace frenar siempre en el mismo momento. Otras veces, está en la zona de baños. Por fortuna nunca me la he topado sentada en algún inodoro ¡qué grotesco!, sino mirándose absorta en el espejo. Yo paso por detrás, admirando su fina espalda, reflejándome detrás de ella, rompiendo la pureza de su imagen, y entre los destellos de los focos mareados entre tanto mueble junto, deseando ser parte de sus sueños IKEAICOS. Pero ella jamás ha alzado sus ojos hacia mí. Donde más me gusta verla en la zona de dormitorios. En alguna tarde lluviosa, incluso me la encontrado tirada en alguna cama, boca arriba, con los brazos extendidos. En esos momentos fantaseo, el cable de acero tira de mí y me imagino tumbado a su lado. En mis sueños le hablo de la enormidad de la tienda, del desfile de gente deseosa de amueblar su casa, pero que todavía no tiene amuebladas sus cabezas ni sus vidas. Me veo caminando con ella de la mano, guiándome por los pasillos y salidas secretas en las que me pierdo. Admiro su risa, que se me antoja un poco diabólica, cuando le digo alguna tontería o cuando mi escaso don de la gracia aflora para decir chascarrillos como ¡mira, un calvo con mucho pelo en la sección de sofás! Pero jamás me he acercado a ella. Tal vez en realidad es que no quiero renunciar a mi vida tal como es. Tal vez sea sólo miedo.