martes, 7 de octubre de 2008

El jerbo que tenía dos Kikos

-Abuelito abuelito ¡cuéntame una historia!
-Es tarde pequeño mío
-No, venga abuelito ¡no tengo sueño!
-Jajaja está bien. Te contaré la historia del Jerbo que tenía dos Kikos.
-¿Sólo tenía dos kikos, dos maicitos para comer?
-Oh no, no se trata de alimento, el jerbo tenía dos Kikos, dos personas llamadas Kiko.
-Ohhhhhhhh ¡sigue abuelito!

Todo ocurrió hace mucho tiempo, cuando los hombres todavía eran pequeños, tan pequeños que una moneda de las de ahora podía ser usada como escudo, un lápiz podía ser un tronco o una simple cajita de zapatos podía hacer las veces de casa.
Entonces los jerbos eran grandes, los animales más grandes del mundo. Los hombres vivían en sus pequeñas cuevas, que todavía hoy se pueden ver como agujeros en el campo. Los animales no se metían unos con otros, hasta que un día un viejo jerbo que vivía solo, cansado de su vida, decidió romper las normas, esas normas que en ningún sitio estaban escritas, quiso hacer algo nuevo, que nadie hubiera hecho hasta entonces; por eso se le ocurrió capturar a algún humano.
Al poco tiempo de meditar en ello, el jerbo salió al campo y fijó la vista en dos pequeños humanos que estaban sentados en lo alto de una alta planta de trigo. Los observó largo tiempo, y vio que eran iguales (eso era raro, pues nunca había visto a dos hombres iguales), pero esto le llamó más la atención, y sin pensarlo más cogió en sus grandes garras a los dos pequeños y se los llevó a su casa dando grandes saltos.
Pasó el tiempo, casi dos años. Al jerbo siempre le había parecido que aquellos humanos eran tristes, desde el momento en que los encontró, allí sentados, sin decirse nada, y ahora, en su jaula, una gran jaula transparente que él mismo les había construido. Él no recordaba a ningún niño triste ni tan parecido entre sí, pero con el pasar del tiempo fue indagando cosas sobre ellos. ¿Acaso estaban tristes por encontrarse encerrados? No podía ser, pues antes de capturarlos habían estado así. Todas las noches conversaba con los chicos, y a través de estas conversaciones el jerbo supo que se llamaban Kiko, los dos Kikos. Se llamaban así porque al nacer fureron idénticos, tanto en su aspecto como en su comportamiento, ya que si uno lloraba el otro también, y si el otro reía el uno hacía lo mismo, y se querían muchísimo, por esto sus padres, que nunca podían diferenciarlos, les trataron como uno solo y llamaron a los dos Kiko. Al crecer, ambos eran inseparables, se necesitaban, juntos eran los más listos y los más hábiles del bosque, podían superar todas las adversidades. Pero un día todo cambió, los dos Kikos habían discutido por algo sin importancia: quien sería el primero en beber el néctar de una flor, el primer retoño de la primavera, que ambos añoraban desde el año anterior. La discusión fue fuerte, y desde entonces todo había cambiado: ahora siempre discutían, opinaban lo contrario, apenas se miraban y finalmente no se hablaron. Estos fueron los tiempos en que el jerbo los capturó.
El jerbo convirtió su vida en un afán por intentar volver a unir a sus dos Kikos, se pasaba largo tiempo contemplándolos en su jaula, parados, sin mirarse, sin decirse nada. A menudo les regalaba muchos juguetes, les ofrecía las mejores comidas, pero nada hacía que se reanimasen. No había cosa en el mundo que más desease el jerbo que sus dos Kikos volviesen a ser uno. Una noche, mientras el jerbo dormía, este notó una extraña sensación en su habitación que le despertó. Rápidamente encendió una lámpara y se acercó a la jaula de los Kikos. Cuando vio que los dos muchachos no estaban en la jaula, una gran desazón lo embargó. Se habían escapado, ya no podría disfrutar más de su compañía. Se inclinó sobre la jaula, y su tristeza se fue tornando en satisfacción cuando la recorrió con su mirada: en una esquina había una montaña de juguetes que los Kikos habían construido para escapar, habían trepado por ella hasta salir. Aquello significaba que los Kikos habían hecho algo juntos, que habían tramado entre ellos, que volvían a hablarse, a quererse, que gracias a su unión habían conseguido la libertad. Por eso el jerbo se puso muy contento y se asomó a la ventana, con la esperanza de todavía poderlos ver huir. Allí estaban, a lo lejos, corriendo a la luz de la Luna entre los secos trigos, cogidos de la mano. Por un momento al jerbo le pareció ver que los Kikos se convertían en uno solo, que se fundían en un gran hombre, tan alto como una montaña.

2 comentarios:

Álvaro Gundín dijo...

Veo que también rescatas historias de tu anterior vida bloguesca... ¿Te acuerdas de cuando te dije que tuviste dos kikos? jajajaja
Sigue así.
Un abrazo,
Álvaro.

H.D.Emperador dijo...

Todos los fuegos, el fuego. Todos los hombres, el hombre.