martes, 10 de junio de 2014

El asesino de abuelos

Con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo, el hombre exhala un cálido aliento, condensado al rozar el  frío aire invernal que invade la ya oscura ciudad madrileña. Pronto se encuentra en las afueras de la urbe, donde en las calles se arremolinan por todas partes montones de papeles y desperdicios de un antiguo barrio obrero, convertido hoy en ruinas fantasmas que con sus irregulares siluetas destacan en la negra noche. Tras uno de estos muros, se detiene y consulta la hora en un antiguo reloj de bolsillo. Pero al abrirlo, no puede dejar de mirar bajo la escasa luz de una solitaria y parpadeante farola la fotografía que ya había observado al natural hace escasos momentos. Ahora el abuelo aparece como un pálido cadáver con las cuencas de los ojos y la nariz muy negras, casi irreconocibles, como queriendo indicar la inexistencia de este ser que murió en las más trágicas circunstancias que cualquier hombre pueda soportar.

En este momento el homicida está ahí, de pie, como si nada hubiera ocurrido y con el pensamiento en blanco. Después de lo que nuevamente ha sucedido, se merece estar bajo tierra para los más severos, en una oscura celda de por vida para los moderados o por lo menos con la conciencia hecha un manojo de angustias para los más suaves. Sin embargo, ha salido otra vez indemne y parece una estatua muda a la que nunca le ha ocurrido nada más interesante que el paso del tiempo.
Cansado, se sienta. Esta vez recuerda, hace memoria de su última experiencia asesina.


Cierra el reloj y llora por todos esos nietos, más solos hoy que ayer.












Texto escrito hace varios años.

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