jueves, 13 de noviembre de 2014

Poesía

Tan solo llevaría en este mundo alrededor de una década y un lustro, y no se me ocurrió mejor cosa que dar a leer una poesía que acababa de escribir a un tipo, de los que decían por ahí que entendían de literatura y eran buenos poetas y, lo que es peor, de los que se lo tenían muy creído.

-No has escrito mucha poesía, ¿verdad? –fue su rancia respuesta cuando acabó de repasar mi papel.
-La verdad es que no… -acerté a decir. La verdad es que si hubiese cortado mi ilusión con un afilado puñal, no le habría salido mejor.
-Pues se nota, se nota –volvió a replicarme socarronamente el muy hideputa.
Aunque no puedo negar que me dolió, pasé de él y no cesé en mis andanzas literaturienses.

La venganza vendría no mucho tiempo después, casi de casualidad. Tenía yo otra poesía encima de mi escritorio, la acababa de terminar y estaba orgulloso de ella. El tiparraco, que estaba en mi casa por otros asuntos, vio mi manuscrito y lo tomó, sin duda acuciado por la curiosidad de unos trazos garabateados en una maltrecha cuartilla. Cuando acabó de escudriñarlo, se quedó pensativo.

-¿Te gusta? Supongo que la conocerás, es de Juan Ramón Jiménez –acerté a mentir,  pícara y distraídamente.

No sé qué se le pasaría por la cabeza al fulano, pero el color se le fue y parecía que había visto a un fantasma.

-No hombre, esa también es mía –tuve que cortar la mentira para devolverle a la realidad, pero sin relajar mi tono altivo –sólo bromeaba, es normal que no te sonase y que te parezca mala.

-Humm –fue todo el gruñido que me dio por respuesta el cabrón, al tiempo que el color le volvía y dejaba con su acostumbrada y petulante indiferencia el papel en la mesa.

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