viernes, 12 de junio de 2015

La observadora de hormigas

Ya ha trascurrido un año. Fue cuando el ardor del primer estío comenzaba a golpear el vidrio de las ventanas y a hacer las delicias de los tempranos huertos. Esa noche yo iniciaba una inusual ronda nocturna, obligado a cubrir la baja de algún compañero. Me sentía animado por el café que acababa de tomar y calentito con la radiación que emanaban los ladrillos de las casas.
Paseaba sin prisa, agitando burlonamente mi porra, emulando a cualquier policía bigotudo y gordinflón salido de una vieja película americana. La gorra iba bien ceñida en la calva, pero no por ello podía sujetar mi imaginación, que como siempre surfeaba en la vorágine de sus locas fantasías de Piscis.

De pronto, algo en medio de un solar vacío me sobresaltó. Me acerqué despacio al bulto, y a medida que estaba más próximo, la luz de una farola cercana iba despejando las sombras de la noche. Sólo cuando estuve a escasos metros, pude adivinar que se trataba de una  figura  femenina.
La chica rondaría mi edad. Recogía su pelo en una larga coleta y se mantenía en cuclillas,  apuntando su rostro, el cual no acertaba a vislumbrar bien, hacia el suelo. Sus brazos, finos y desnudos, reposaban en las rodillas y acababan en unas manos huesudas, poco más pequeñas que las mías. Muerto de curiosidad, me acerqué, saludé cortésmente y me puse a mirar lo que tenía encandilado a aquella muchacha en mitad de la noche.

El suelo rebosaba de hormigas, en forma de inquietantes remolinos de minúscula vida. Me quedé un buen rato junto a ella, espiando los quehaceres de los insectos. Un bicho grande se debatía por sobrevivir en medio del río negro de mandíbulas y patas que lo atrapaban, pero ambos sabíamos que estaba destinado a convertirse en comida para aquellos abdómenes hambrientos.
En todo el tiempo que estuve allí  no intercambié muchas palabras con la chica, pero deduje que se debía de dedicar a algo así como a observar hormigas. Bonita profesión. Nos caímos bien, y ¡qué diantres! seguro que nosotros éramos más bichos raros que aquella diminuta fauna que se afanaba a nuestros pies

No se cuántas horas estaríamos de espectadores. De pronto, un insomne e inoportuno vecino (¡yo lo maldigo!) que sacaba a su perro se nos quedó mirando inquisitoriamente, sacándonos de nuestro ensimismamiento. Ella se frotó un ojo, yo intenté guardar la compostura. Me levanté, me ajusté disimuladamente la gorra y me despedí de la observadora de hormigas. La sonrisa que me prodigó brilló a la luz de la farola y su contorno de ojos negro destacó por encima de todas las demás sombras.

.Aunque me pasé muchas noches sin dormir, buscándola, no la volví a ver jamás. Al transcurrir el tiempo me he preguntado porqué no me contó nada más, cual fue la razón de que no me dijera su nombre ni de dónde era, o si volvería otra noche…

Lo cierto es que yo tampoco me atreví a decir mucho, ni siquiera le hice preguntas. Debí de contarle cuánto me gustaban los bichos cuando era niño, cómo atrapaba a las hormigas, les echaba algún bichito para que lo engulleran despiadadamente o las ponía a pelear entre sí, sin más cuadrilátero que mis pequeñas manos. Pero junto a ella mantuve la boca cerrada, como siempre, con la imaginación volando en forma de un océano compuesto por millones de hormigas, más negras y más despiadadas que todas aquellas.

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