jueves, 31 de marzo de 2011

Amores canfélidos

Charlton era uno de esos gatos que, pese a su origen callejero de ausente pedigrí, mostraba más clase que cualquier Maine coon nacido en una alfombra verde y roja a los pies de una crepitante chimenea en el seno de una acomodada familia de Oxford, pero también hacía acopio de una vitalidad envidiada por el más despiadado devorador de ratones de una campesina granja de Middlesbrough.

En un frío y pequeño apartamento de Oldham pasaba sus días, cazando alguna mosca, durmiendo al húmedo calor que desprendía algún oxidado y goteante radiador o sentado en su silla verde, antaño acolchada poltrona, hoy importante trono lacerado por púas de queratina, regazo de sus poses de aristocracia y grandeza.

Eran pocas cosas las que turbaban su paz, mas la mayor la tenía cerca: su vecina Camila. Vivía ella justo debajo, y con frecuencia dejaba visitar su menudo cuerpo por el apartamento de Charlton, cosa que no poco molestaba al gato. Camila se ponía nerviosa cuando le veía, temblaba, agitaba su corto rabo, y sobre todo ladraba.

No ha entendido mal el lector, pues ladraba he dicho, ya que Camila no era felina sino canina. Gustaba de ser una Yorkshire sin lazo pero con pañoleta, nacida en un buen barrio de Londres, de negros y lacios pelos pocos amigos de la espuma de jabón, de ancestral pedigrí pero con lecho en roída manta y sufridora de muchos momentos de soledad y grandes ratos de mimos.

Camila estaba enamorada de Charlton, y no lo ocultaba. Con frecuencia se lo decía exaltada, haciendo sonar con brío las cuatro patitas en el pavimento, pero el gato le contestaba con indiferencia que era este un amor imposible, pues la mayor barrera de todas, la de la naturaleza, no podía ser violada. Entonces se daba la vuelta y se iba a otro rincón, yéndose Camila con su frustración.

Pero tanto insistió la Yorkshire, tanto le pregonó su amor, que un día el gato, tras aburrida siesta en su trono, se despertó con la oreja retorcida y tal vez aguijoneado por la flecha del cupido de los gatos, sentía ansias de probar. Por qué no iba a poder saltar el amor todas las barreras, incluso la de la naturaleza, debió de pensar Charlton.

Mas había que cambiar cosas. Podía variar el tono de su maullido hasta casi ser un ladrido, podía dar la pata, dar volteretas, hacerse el muerto, pero cuando se miró al espejo del baño se dio cuenta de una obvia cuestión: su tamaño casi duplicaba al de Camila. Tal vez si no tuviera un pelo tan tupido se redujese su volumen y no desentonarían tanto…

Dio un salto sobre la estantería de madera, la cual se precipitó en una seca estridencia. Hurgó entre las cosas caídas: colonia, loción, esponjas; no le servía. Abrió de un manotazo un armario bajo el lavado, allí estaban las cuchillas. Con sus garras las tiró, luego se retozó en ellas, se estiraba por los cortantes filos al tiempo que su rubio pelo iba cayendo sin orden ni concierto. Así estuvo treinta minutos, hasta que había tanto pelo en el suelo que pensó que ya habría mermado lo suficiente. Pero todavía no bastaba, no podía darle la noticia a Camila de la correspondencia en su amor de esa guisa, por eso, haciendo acopio de su valentía, saltó sobre la bañera y abrió el grifo. El agua terminó de llevarse el pelo cortado y adherido al cuerpo, descubriendo grandes irregularidades y calvas por toda su hechura.

Cuando Camila llegó, el gato todavía estaba remojado, lamiéndose tranquilamente el estropajo deshilachado que le había quedado por manto. Se volvió hacia ella, la Yorkshire dio un ladrido de horror, escondió su corto rabo entre las piernas y se fue corriendo espantada. Tal fue su retirada, que corrió con fulgor hacia la calle, donde no vio un carro de hortalizas que en ese momento cruzaba, yendo a parar tendido su lacio lomo negro bajo la enorme rueda. Charlton volvió a relamerse unos instantes, luego abrió la boca perezoso y se subió a su trono, soñando con cazar algún ratón labrador de Middlesbrough.

FIN

2 comentarios:

H.D.Emperador dijo...

Esta vez no sólo me ha recordado a Poe, sino que ha habido algo de lo absurdamente sórdido de Chejov. Cuentos simples, duros como la vida misma, que parecen chistes, anécdotas que pueden ser vistas desde el lado de la tragedia, o desde el desdén de la insignificancia.
Muy envolventes las frases largas y cargadas de objetos. Muy bien la hipérbole ascendente que consigue que el clímax llegue al final del relato.
Muy bien el poso que deja, el sabor de boca y la reflexión mental que provoca.
¿Existe modo alguno de superar a la propia naturaleza?

Kiko dijo...

Gracias. Lo siento por tu apuesto primo de sangre, pero yo soy tu otro primo, uno de mente, de letras, elegido por ti mismo.